sábado, 27 de noviembre de 2010

TECNOFOBIA ILUSTRADA.

Por su parte la tecnofobia ilustrada tiene su momento estelar en el agrio debate entre Voltaire y Rousseau cuyo eco está todavía lejos de haberse apagado. El tópico del buen salvaje y del estado de naturaleza como ideal de la humanidad perdida es contrarrestado por la apología volteriana del comercio como única base del progreso y como fundamento de la racionalidad, de la autonomía, y de la dignidad humana. La propuesta tecnofóbica rousseauniana arranca, como es bien sabido, de una denuncia explícita: la filosofía -y por extensión la técnica- no pretende otra cosa que la confusión del género humano; frente a su vanidad no cabe otra alternativa que consultar el corazón, es decir, la subjetividad, pues los filósofos no harán otra cosa que multiplicar las [dudas inútiles] que me atormentaban sin resolver ninguna. Lo esencial, para Rousseau, está en otra parte, en la subjetividad y las emociones que parecen constituir lo propio del hombre libre. La tecnofobia moderna arranca estrictamente con la postura rousseauniana que identifica naturaleza e inocencia y ve la técnica como conspiración de los ricos contra la comunidad. Obviamente la respuesta de Voltaire para quien Los que gritan contra el lujo son solo unos pobres que están de mal humor tiene tal vez valor epigramático pero no aporta demasiados argumentos teóricos de peso. Para Voltaire el lujo, el progreso y la técnica son "cuestiones de hecho" que resulta inútil discutir filosóficamente, pues, en cualquier caso, la función de la filosofía no es la de impugnar lo que ocurre sino, en todo caso, la de indagar sobre su sentido, dando obviamente por supuesto que el fin del género humano es su autodesarrollo infinito. 



El núcleo de la tecnofobia se halla en ese debate de respuesta imposible entre quienes defienden, con argumentos más o menos rousseaunianos, el mito de la autoidentidad humana y quienes recogiendo el optimismo volteriano ven al hombre como un ser sin esencia, cuya única realidad es una existencia contingente y limitada, que encuentra en la técnica un remedio eficaz -o cuanto menos un consuelo provisional- a su inevitable insuficiencia. Planteado así el debate es irresoluble, porque nunca sabremos con absoluta certeza qué sea el hombre, aunque podamos acercarnos a una u otra posición, más por razones psicológicas que por argumentos lógicos. Convendría pensar un punto de vista equidistante entre la afirmación emotivista de Rousseau y el cerrado elogio del mundo comercial y pragmático de Voltaire. De hecho, D'Alembert en el Discurso preliminar de la Encyclopédie propone algunas ideas interesantes para el debate cuando sugiere que es un error distinguir entre lo útil y lo agradable en vez de intentar el esfuerzo por fusionar los dos ámbitos . Frente a afirmaciones poco acordes con los hechos convendrá recordar que la Encyclopédie expresaba un modelo tecnológico ya entonces anacrónico -con una ignorancia explícita de los últimos desarrollos de la tecnología en Inglaterra- y que el modelo de saber enciclopédico incluye todavía a "las ciencias y las artes" en una unidad que se justifica no por ellas mismas como tales, sino por el saber en general que se identifica con la buena vida en un sentido todavía clásico. 

La Ilustración plantea como mínimo otros dos grandes temas tecnoéticos cuya vigencia actual es indiscutible. Por una parte surge el mito del hombre máquina como una sombra de lo humano (de Descartes al Golem hasta desembocar en La Métrie). La libertad encuentra en el hombre máquina a su opuesto lógico y será ese miedo ambiguo uno de los desencadenantes de la tecnofobia hasta nuestra ciencia-ficción contemporánea. El problema del hombre máquina, tal como lo ven sus impugnadores desde el mismo momento ilustrado no es tanto su determinismo (al fin y al cabo el determinismo es una constante en el materialismo de las Luces) cuanto su serialidad, es decir, la posibilidad de ser repetido ad nauseam. El mundo mecánico era bien conocido -y defendido- por los ilustrados, pero lo que les desconcierta e incomoda es el carácter repetitivo y serial. Más que partidarios de la tecnología D'Alembert y Diderot son individuos en una época de "teatros de máquinas", todavía artesanal y que no analiza el trabajo básicamente en términos económicos sino por su valor moral, que finalmente sería defendido todavía en el siglo XX como inherente a la obra de arte. La técnica en la Encyclopédie es todavía inseparablemente "arte y oficio" y no serialidad mecánica.

El segundo elemento que propone la Ilustración a un pensamiento tecnoético es el problema de la construcción. Como se ha dicho muchas veces, la Ilustración se percibe a sí misma como movimiento arquitectónico que necesita derrumbar los saberes mal adquiridos para fundamentar el edificio de la razón en su orden propio que no es el de la naturaleza sino el de la racionalidad que se concibe como su opuesto. Desde los palacios de los grandes a las fórmulas de los sabios, el pensamiento ilustrado insiste en su profundo antinaturalismo. Lo que nos constituye como hombres ilustrados es el esfuerzo ingente por no adaptarnos a la naturaleza, sino por proponer, bien al contrario, que sea la naturaleza la que se adapte a nosotros en consonancia con la propuesta volteriana de la superioridad de lo artificial. El debate sobre la función de la tecnología tiene pendiente todavía hoy una decisión sobre el papel de lo construido y de lo artificioso que, como nos recordó Freud, podría no ser otra cosa que una tenue capa incapaz de ocultar lo siniestro. Suponer que lo artificial terminará necesariamente bien podría ser una variante de los cuentos de hadas para uso de adultos, sin caer necesariamente en la demonización voltairiana. La función arquitectónica de la razón -glosada por D'Alembert o por Kant- tenderá a ser vista por la filosofía posterior a la vez como un reto y como una quimera.



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